miércoles, 27 de noviembre de 2013

Cierres III: Torres de marfil

Volví a casa con la sensación de una absoluta soledad. Generalmente, esa sensación de estar solo en el mundo aparece mezclada a un orgulloso sentimiento de superioridad: desprecio a los hombres, los veo sucios, feos, incapaces, ávidos, groseros, mezquinos; mi soledad no me asusta, es casi olímpica."

Ernesto Sábato. Fragmento de “El Túnel” 

Siempre fue esquivo en sus relaciones con los demás, pero su verdadero y deliberado aislamiento comenzó poco después de la muerte de sus padres. "Afortunadamente no habéis tenido hijos",  fue lo primero que respondió su madre al anunciarle su separación, el fin de una relación que se fue apagando en base a una dieta pobre en palabras. El contacto con los demás familiares se había reducido a acontecimientos de deber inexcusable y sus compañeros de trabajo hacía tiempo que no lo molestaban con sus propuestas.

Vivía en el último piso de un edificio antiguo situado en el centro de una ciudad pequeña y bulliciosa. El gran ventanal del salón le permitía observar el devenir de la gente en la terraza del bar de la esquina, en el semáforo de la avenida, en el despoblado parque que compartía mañanas de jubilados y tardes de perros y chiquillos. No necesitaba más contacto con el mundo para comprobar el paso de las estaciones, las tragedias previsibles, la dócil decadencia de la ciudad y sus habitantes.

Era un adicto a la rutina, saltarse alguno de sus rituales, cualquier imprevisto, le producía una inquietud dolorosa, por eso hacía tiempo que evitaba relacionarse con los demás, para él, no existía mayor fuente de incertidumbre que las relaciones humanas. 

Cada tarde, al regresar de la agencia donde trabajaba, cerraba la puerta con llave, bajaba las persianas, excepto la del salón, y comenzaba a abrir otras ventanas: la televisión permanentemente encendida, la radio si se desplazaba por la casa, la pantalla del ordenador ante la que se sentía el receptor mejor cualificado para todo tipo de mensajes.

Su vida no le parecía excepcional, ni enfermiza, como algunos apuntaban. Cuando su hermano menor le ofrecía ayuda, terapias, expertos para dar solución a su "problema", él le daba las gracias con un indulgente paternalismo, con una mal disimulada condescendencia. No hacía daño a nadie y tampoco sufría. No entendía por qué su forma de vida era cuestionable y no la de aquel hombre del bar de enfrente, de edad cercana a la suya, simpático y campechano, conocido en todo el barrio y que al caer la noche, dilataba el tiempo copa tras copa antes de regresar a un hogar normal, donde una familia normal, incluso entrañable, le esperaba dos calles más abajo.

Aquella tarde preparaba el café como de costumbre, delicioso, aromático -solo compraba cafés de calidad superior porque eran uno de sus pocos placeres-. Al apagar la cafetera le pareció oír un ruido, una especie de aleteo, en el salón. En efecto, un gorrión se había colado por la ventana que abrió para ventilar después de comer y revoloteaba de forma incontrolada hasta impactar bruscamente contra el cristal, cuando buscaba, desesperado, la salida.

Se acercó titubeante, había comenzado a sudar y el corazón le latía con fuerza. No se atrevía a cogerlo, pero le resultaba insoportable dejarlo tirado en el suelo ni siquiera un minuto. Bebió un trago de café; había olvidado que estaba ardiendo y solo consiguió aumentar su malestar. Al fin lo recogió con cuidado, al principio se sirvió de una revista que había sobre la mesa, pero sin saber cómo acabó sobre su mano. Sintió el cuerpo caliente y palpitante del animal; aún estaba vivo aunque no reaccionaba. No sabía qué hacer, mecánicamente buscó información en internet, había cientos de páginas sobre gorriones y sus cuidados, enfermedades, alimentos y concursos, pero nada de lo que hacer cuando la vida de una animal se escapa entre tus manos.

Las farolas de la calle se encendieron a la hora prevista cuando dejó de respirar. Una onda de tristeza y dolor ocupó todo su estómago y fue subiendo por el esternón donde quedó encajada, sentía una presión tan fuerte que pensó que sus costillas estallarían, pero fue incapaz de emitir un solo gemido, un necesario grito. El mejor receptor del mundo no era capaz de dejar escapar unas lágrimas que parecían querer ahogarle. Hacía tiempo que había cerrado todas aquellas puertas y no recordaba donde escondió la llave.