domingo, 24 de marzo de 2013

Subterfugio XI: Jazmines

 "A veces me escribe la infancia
 una tarjeta postal: ¿Te acuerdas?"

Michael Krüger 

Qué maneras más curiosas de recordar...


En una de estas tardes, una tarde como cualquier otra, avanzo bajo la lluvia parapetada por paraguas y auriculares escuchando un programa de radio en el que los oyentes hablan de sus flores favoritas y el motivo por el que lo son. La memoria funciona así, de manera caprichosa, azarosa, y enseguida brota de mi boca la palabra jazmín. No llega sola, viene acompañada de un tesoro que había olvidado. Algún enter activó de manera precisa una llave dispuesta a abrir una cerradura o presionó algún resorte debilitado, lo cierto es que una oleada de emoción asociada al recuerdo fue bajando por mi médula espinal hasta liberarse a la altura del pecho, la garganta más tarde, encontrando finalmente el canal de salida de los ojos, en forma de lágrimas. Camino deprisa y llueve torrencialmente; nadie parece darse cuenta.

Debía tener seis o siete años aquella mañana de un verano en su pleno apogeo en la que desperté  confundida al percibir el alborozo en la voz de mi madre.

-¡Vamos, ven al patio. Esta noche ha nevado!

Infancia y pereza son contrarios siempre que exista una promesa de novedad escondida en cualquier rincón, así que la sigo sin tiempo de desperezarme un poquito, sin frotarme los ojos siquiera... El suelo de arcilla roja del patio amaneció cubierto por decenas de jazmines blancos. Realmente parecían copos de nieve permanentes y cálidos, de aroma dulzón. Nunca había visto tantos, mi madre solía barrer y regar el patio antes de que despertáramos, en parte para avanzar en su quehacer diario, pero con total seguridad porque aquella actividad solitaria del amanecer debía suponer un auténtico placer en medio de su rutinaria tarea de hacer camas y fregar suelos y platos.

Al comienzo de cada verano, en un acto que parecía mágico, del ceniciento tronco del jazmín brotaban ramas y mas ramas y de éstas, hojas y más hojas que se enredaban en un entramado de alambre que cubría todo el patio. Un día regresaba de las calurosas y festivas mañanas de colegio de finales de junio y lo descubría como si hubiera crecido de repente para darme una sorpresa tras mis breves horas de ausencia. La medida del tiempo en la niñez, es otra.

Mi madre tenía "buena mano" para las plantas fundamentada en cuidados muy básicos pero perseverantes,  un toque de intuición y una fe inquebrantable en el poder de la Naturaleza, segura de que ésta sabría compensar sus descuidos y errores. Pero al jazmín se topó con la solidez de mi padre y su elogio de la firmeza y los buenos cimientos. Mientras la mirada de todos trepaba por las ramas de la planta, la de mi padre se centraba en el arriate junto a una de las paredes de la casa y en los centímetros cúbicos de agua que engullía cada verano. Una pequeña grieta que ayer no estaba, un imperceptible milímetro de separación entre el suelo y la pared, una ligera curvatura en el terreno; el hecho es que hubo que cortar el jazmín como antes se cortó el melocotonero y después, la hiedra. 

Ahora, que mi padre ya no está y la presencia de mi madre se vuelve más frágil trato de reconocerme en ambos; en la solidez de mi padre, sin duda, aunque si la ocasión lo requiere, también puedo andarme por las ramas.

... Aquella mañana de julio mi madre me colocó en el centro del patio y comenzó a sacudir con fuerza el tronco del arbusto para que una nevada de jazmines cayera sobre mi pelo.


sábado, 2 de marzo de 2013

De problemas.

"Conocíamos el mundo a la perfección: 
-era tan pequeño, que cabía en las manos,
tan fácil, que se dejaba describir con una sonrisa, 
tan común, como en el rezo el eco de verdades remotas.

La historia no nos recibía con trompetas victoriosas:
-nos arrojó en los ojos arena sucia.
Ante nosotros, los caminos eran largos y ciegos,
los pozos envenenados, el pan amargo.

Nuestro botín de guerra es el saber del mundo:
-es tan grande, que cabe en las manos,
tan difícil, que se deja describir con una sonrisa,
tan extraño, como en el rezo el eco de verdades remotas."


Wislawa Szymborska




Trato de enseñar a mis alumnos a resolver problemas, si es que tal cosa es posible. Me refiero a problemas de sumar, restar, multiplicar y dividir y sus múltiples combinaciones.

Les cuesta, les cuesta muchísimo, salvo algún prodigio que surge de vez en cuando y que me llena de admiración e inseguridad, por si me pilla en un despiste. 

También mi hijo se enfrenta a la tarea de leer enunciados y cuestiones a las que debe buscar una solución, para mí tan evidente,  mientras a él le supone enfrentarse al universo de la incertidumbre, cada vez más profundo, apasionante e incierto. Me observa con atención esperando algún gesto que lo oriente en su reto; mi ceño, ligeramente fruncido o un contenido movimiento del rictus hacia el lado izquierdo de mi cara.

Enseñarles a pensar matemáticamente es una de las competencias que trabajamos desde la escuela, dotarles de una serie de estrategias para que sean capaces de abstraer y aplicar ideas matemáticas a otras situaciones. A otras situaciones. Este es el auténtico problema: la diversidad y complejidad de esas nuevas situaciones hace que nos enfrentemos a ellas como eternos novatos. Introducir el más mínimo cambio en el planteamiento del problema hace que nuestra seguridad anterior comience a tambalearse o pone en duda el valor de nuestra experiencia, aunque siempre nos queda el recurso de la memoria o la intuición y la necesidad de asumir de nuevo el error... tan grande, tan difícil, tan extraño.