viernes, 30 de diciembre de 2011

Porque sueño...

Hace unos días no pude eludir el compromiso de asistir a un funeral y tampoco pude evitar sentirme como siempre en esta situación, fuera de lugar y de tiempo. Durante el preceptivo soniquete de la liturgia me dedico a contemplar el interior de las iglesias o los curiosos efectos de la luz; observo a la gente preguntándome cómo puede pervivir el mismo ritual a lo largo de los siglos hasta que alguna de las palabras del párroco me saca de mi distracción voluntaria y consciente. No es la primera vez que escucho aquello de "el difunto por fin a pasado a vivir la Vida con mayúscula", pero cada vez que lo oigo me dan ganas de levantar la mano y preguntar, qué vida, por qué vivimos una vida con minúscula, para qué quiere dios hacernos vivir una vida con minúscula....

La Vida siempre debería escribirse con mayúscula, vivirse con mayúscula y si ésto no es posible, al menos, soñarla con mayúscula.



"Léolo" (1992). Jean-Claude Lauzon



viernes, 16 de diciembre de 2011

Cierres

Echó el cierre con la rutinaria puntualidad de cada noche, sin dedicar una mirada definitiva al interior de la tienda, a cada una de sus estanterías y armarios, a los muestrarios de hilos y botones, tal y como había supuesto. Caminaba por la calle contrariada por haber elegido aquellos zapatos de tacón que ahora le parecían absurdos sobre las resbaladizas piedras de la calle, sobre todo, porque a él le resultarían extraños. Cruzó la Plaza Central en dirección al restaurante donde cenarían juntos por última vez, y le pareció aún más deplorable con aquella decoración  navideña pasada de moda; casi se estremeció al pensar que mañana, la luz de la ciudad desmesuradamente iluminada, se colaría por la ventana de su pequeño apartamento nuevo, sin olor ni recuerdos.

La semana anterior se fue despidiendo de sus pocos seres queridos tratando de contener emociones, para no levantar sospechas. Visitó a su tía en la residencia como cada miércoles y una vez más, se saltó las normas y la diabetes que había dejado prácticamente ciega a la anciana, obsequiándola con una figurita de mazapán que fue recibida con un alborozo desproporcionado. Su tía, siempre excesiva, incluso cuando la rescató de aquel pueblo donde sólo había pasado, donde siempre sería la niña de aquella pobre mujer, convirtiéndola en heredera sin opción de su casa y de su mercería, incluso de su nombre. También se despidió de Lola, la única amiga con la que podía disfrutar de una buena conversación dentro de un decorado familiar compuesto por colores cálidos, marido y niños, tantas veces anhelado, aunque después de transcurridas unas horas, abandonaba gustosa para entregarse al silencio que invariablemente la esperaba en la casa. En esta ocasión, antes de marcharse, dejó sobre la generosa mesa de su amiga un libro de poemas con una dedicatoria necesaria, que pasado un tiempo entendería.

Él estaba esperándola cuando dobló la esquina y al verlo notó un ligero temblor en las piernas; el esperado interrogante en su mirada -los dichosos zapatos-, la despedida más difícil. No, no podría decírselo, se lo explicaría después, cuando todo estuviera tan bien cerrado que resultara imposible volver a abrirlo. Cenaban dedicándose frecuentes sonrisas y escasas palabras, unidos desde el comienzo por su soledad y la ausencia de sueños: él, porque los había ido frustrando en base a obligaciones y pretextos, ella, porque nunca los había tenido. Largo tiempo había pensado en todas las posibilidades pero no encontró ninguna puerta por la que pudieran pasar los dos, ni siquiera le dejaría un regalo para atenuar su tristeza  ya que terminaría convertido en una reliquia más junto a su colección de fósiles y vinilos. Aquella noche se esforzaría en que se sintiera especial; sabría encontar las palabras, las caricias adecuadas.

El despunte del alba la animó a acelerar la marcha, a desprenderse de cualquier duda o remordimiento; esta vez la prisa se puso de su parte y le dejó el tiempo imprescindible para recoger las maletas y cerrar la puerta de una casa que siempre la acogió como a una inquilina. En el breve trayecto en taxi hacia la estación, cerró la mano en torno a la llave y cuanto más fuerte la apretaba, más puertas se abrían en su camino.




"La nueva inquilina". 1982 Cristóbal Toral


sábado, 3 de diciembre de 2011

Memoria perdida.

"Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos, sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizá no merezcamos existir".

José Saramago



Difíciles tiempos para casi todo, en los que comenzamos a asumir con una docilidad inexcusable planteamientos que hasta hace poco nos parecían impensables: Democracia en época de rebajas, recortes y saldos. Probablemente veremos muchos de nuestros derechos convertirse en borrosos recuerdos y algunas leyes, como la Ley de la Memoria Histórica, yacer olvidada a la orilla de alguna cuneta. 

Mi padre tiene Alzheimer y una considerable Memoria Histórica, tantas veces contada de forma concienzuda y cansina, que no sabría decir si forma parte de mi memoria o de mi ADN, ya que en casa era tan habitual escuchar cuentos tradicionales como historias de la guerra, al calor del hogar, con leche templada y las ventanas bien cerradas. Ahora comprendo que lo que pretendía era rescatar aquellas historias del pozo profundo y ciego del olvido y al mismo tiempo, tratar de rozar apenas con el dedo índice ese don negado a los humanos, el de la inmortalidad.

En un acto de responsabilidad contraída nos contaba sus años de estudiante aplicado en la Escuela de Artes y Oficios y de militancia precoz en las Juventudes Socialistas Unificadas, el estallido de la guerra, el atroz bombardeo en su ciudad; días de ir y venir desde las trincheras en las que era tan útil la comida que llevaba como los mensajes que las familias enviaban  a los milicianos. Después, los años en la cárcel;  hambre, frío y la sombra de la muerte siguiendo cada uno de sus pasos, de sus pensamientos, a la edad en la que nuestros jóvenes van al instituto con grandes mochilas, pantalones caídos y móviles de 200 euros en el bolsillo.

Tuvo su pequeña compensación a la perseverancia inalterable de creyente sin fe, su necesario homenaje -pasados los 80 años- por mantener viva la memoria que se hace Historia y ésta, nos pertenece a todos.

Poco después llegó otra forma de olvido, implacable, a pequeños, a grandes pasos, también cruel y despiadada. A pesar de ello, aún hoy da muestras de resistencia a la Memoria esquiva, y con sonrisa del adolescente que casi no fue, nos repite la broma que sus compañeros le dedicaban cuando, con el signo de la victoria en los dedos de la mano y haciendo un fácil juego de palabras con su nombre, le gritaban:

- Wence: ¡Venceremos!




Wenceslao, fotografiado por Utopazzo.