jueves, 15 de septiembre de 2011

Torpe.





En estos días se me acumula el trabajo. El inicio de curso siempre es inquietante, además, la experiencia parece ser un factor irrelevante ya que cada vez resulta más complicado. La actividad durante las primeras semanas en las escuelas es intensa, casi frenética, aunque es lógico que así sea, con una jornada docente de 20 horas semanales, según divulga alguna presidenta de alguna comunidad autónoma -descubro que he estado haciendo horas extra-, el trabajo no sale y claro, te lo tienes que llevar a casa, aunque éste no cuenta.

Nunca utilizo agenda, ni hago lista de compras, pero las últimas semanas echo mano a alguna cuartilla reutilizable y comienzo a escribir una lista que enseguida se torna inviable, y eso que sólo anoto citas, compras y otros asuntos no habituales, porque la rutina diaria ya me la conozco. Organizo la lista por actividades, después pienso que sería más útil distribuirla por localización geográfica y agrupo la diversidad de quehaceres por distintas zonas de la ciudad, visualizando los itinerarios. Casi funciona, pero no había previsto las largas colas en cualquier tienda de material escolar, o ropa, o electrodomésticos... ya que nuestro microondas nos dejó tirados, después de una larga vida funcional de algo más de dos años y tras asegurarse de que la garantía había vencido.

Es evidente que estoy más irritable, Pablo se da cuenta; le insisto para que termine la cena, que ya es tarde, que me entretiene y tengo cosas que hacer y me dice "¿Mamá, por qué siempre estás ordenándolo todo?". Mi primer impulso fue contestarle que ordenaba lo que "otros" se afanaban en desordenar, pero ésto es una verdad a medias: ordeno porque lo necesito. Desde una visión particularísima reconozco que el orden posee una cualidad lógica y hermosa y ambas se convierten en un requisito para alcanzar cierto nivel de paz y armonía; soy capaz de ordenar mi entorno más inmediato durante una hora para poder disfrutar de un placentero té de diez minutos.

Pablo por fin duerme y me dirijo a la cocina dándole vueltas a su pregunta, planteándome si debería cambiar de actitud y abrazar el desorden, considerándolo como una parte de la vida con la que debería aprender a convivir. Dejo en suspenso esta reflexión atraída por lo que escucho en la radio. En resumen: los maestros finlandeses trabajan 200 horas anuales menos que los españoles obteniendo, sin embargo, unos de los mejores rendimientos escolares del continente. ¡Éso es eficacia! y más de lo que puedo soportar por hoy, a estas horas. Me voy a la cama, no me atrevo a mirar al reloj, pero finalmente lo hago...son las 00.21, otra semana que no consigo mi propósito de acostarme antes de la media noche y todavía, en los pocos segundos que tarda el sueño en venir a rescatarme, me pregunto: ¿Seré torpe?