jueves, 19 de mayo de 2011

Motivación






Uno de los recursos más utilizados en la escuela es la motivación; no siempre encontramos una buena disposición hacia el aprendizaje, el trabajo y el esfuerzo, bueno, no siempre es quizá una expresión demasiado optimista. En el caso concreto de mis alumnos y sus especiales circunstancias sociales y culturales, la motivación por aprender es bastante escasa y tengo que recurrir con frecuencia a una vieja chistera, indudablemente mágica, ya que cada vez que introduzco la mano en ella obtengo un nuevo truco que despierta su interés por un periodo de tiempo digamos que efímero.

También los profesores necesitamos de esa motivación, yo la necesito. Dificilmente la encontraremos en forma de valoración o reconocimiento social y desgraciadamente tampoco en forma de resultados -en muchos casos el resultado obtenido es inversamente proporcional al esfuerzo empleado-, así que debes hallarla en pequeños logros y detalles.

El otro día recibí una sesión extra de motivación y, acostumbrada como estoy a desarrollar mi trabajo con un bajo consumo, creo que me será suficiente para llegar a fin de curso. En la escuela al igual que en la vida, de una cosa se pasa a la otra sin apenas darse cuenta; de esta manera, durante una clase de Conocimiento del Medio, pasamos de hablar del sistema respiratorio a las diferentes formas de morir (este tema surge con frecuencia entre mis alumnos de once y doce años) y después de enumerar las más trágicas y despiadadas apareció la sorpresa del día número uno: un alumno de doce años que trata de superar, si no día a día, al menos mes a mes, una difícil historia de abandono familiar, conducta disruptiva y diversos tratamientos por hiperactividad, nos dice: "También se puede morir de amor". Ni que decir tiene que durante unos instantes se hizo el silencio, el mío el más largo, porque contemplaba los rostros atónitos de todos sus compañeros, especialmente de sus compañeras, que desde entonces lo miran con "otros ojos".

Pero algunos días son grandes y todavía tenía reservada la sorpresa número dos. Aunque en principio parezca una minucia os aseguro que no lo es; ante la pobreza de vocabulario a la que cada día asisto y que impera en la escuela como reflejo de la sociedad o viceversa, resultó ser un hecho extraordinario y casi milagroso. En la hora dedicada a vocabulario fui enumerando una serie de palabras y frases cortas a las que mis alumnos debían buscar sinónimos, entonces dije: "un árbol es partido por un rayo, decidme algún sinónimo de partir"; todavía no sé cómo uno de mis alumnos respondió: "hendir". Quedé impresionada, mientras, el grupo me miraba impaciente esperando mi reacción porque no sabían si la respuesta era o no adecuada. Aún no me explico de dónde sacó aquella palabra, aunque debo confesar que no me atreví a proponerle que la escribiera él mismo en la pizarra... no quería que ningún error ortográfico pudiera empañar un momento tan lleno de luz.


lunes, 9 de mayo de 2011

Ella o yo

En mis primeros años como maestra obtuve destino durante un curso escolar en un instituto de la Sierra de Segura. Visto con la lejanía marcada por el tiempo, debo de admitir que fue un año extraordinario de amistad y aprendizaje, kilómetros en coche y horas de teléfono móvil.

Encontré un bonito apartamento, prácticamente nuevo, con impresionantes vistas a la sierra y calefacción, aunque ubicado en una zona algo apartada y solitaria del pueblo. Fue una suerte ya que en principio el dueño sólo lo alquilaba fines de semana y meses de verano a turistas que visitaban aquel bello entorno.

Por otra parte el ambiente en el instituto era fantástico, el claustro estaba compuesto por un profesorado bastante joven y recién llegado por lo que enseguida trabamos amistad. Nos reuníamos por las tardes bajo cualquier pretexto: realizar cursos de formación que se ofertaban en la zona, excursiones por los alrededores, cenas, fiestas... así que los días y las tardes transcurrían rápidamente. Sin embargo las noches... bueno, al principio simplemente no dormía, los ruidos generados por la naturaleza siempre me han producido insomnio ya que no concilio el sueño hasta que logro identificarlos, aunque con el tiempo logré habituarme, más bien me dí por vencida y fui recuperando sueño atrasado. Poco duró mi descanso ya que comencé a escuchar otro tipo de ruidos, difíciles de explicar; provenían del interior de la casa, como si algo rodase por techo, suelo, paredes... y de nuevo el insomnio. En el edificio sólo vivíamos yo, en la planta baja y justo encima el propietario con su madre anciana y un gato. De vez en cuando subía a su casa para pagarle el alquiler y charlar un rato, así que un día aproveché, como quién no quiere la cosa, y le comenté lo de los extraños ruidos. Contuvo una sonrisa (nunca lo vi reír) y me dijo que estuviera tranquila, debía ser su gato que jugaba por las noches o palomas cuyos nidos había descubierto recientemente. Sus palabras, bastante lógicas, me parecieron suficientes y así día tras noche llegamos al inicio de la primavera.

Aquella noche me acosté tarde porque mis compañeros y yo habíamos quedado para celebrar no recuerdo qué, la verdad es que celebrábamos bastante, y me despertó un ruido que me pareció muy próximo, dentro de la misma habitación. Todo mi cuerpo quedó paralizado a excepción de la mano derecha, siempre alerta, que pudo encender rápidamente la lámpara de la mesilla. Y la vi. Era una rata enorme que me miraba con el mismo espanto con el que yo la miraba a ella y que se escabulló por el pasillo en dirección al cuarto de baño. En cuanto pude reaccionar hice lo mismo y cerré la puerta.

Me preparé un té, pegué la oreja a la puerta del baño -no se oía nada-, miré el reloj: las cuatro, las cinco... finalmente dí una cabezada sentada en el sofá hasta que desperté aliviada con la luz de la mañana. Decidí entrar en el baño, más por necesidad que por arrojo, provista de un cepillo, pero ni rastro de Ella.

Pasé la mañana en el instituto bebiendo café y contando la historia a diestro y siniestro pero las horas transcurrían veloces y debía regresar al apartamento, afortunadamente un compasivo compañero, profesor de química y experto en roedores, se prestó a acompañarme y echar un vistazo.

-Ves todas esas manchitas de ahí arriba, es orina de rata, debe de haber varios nidos distribuidos por todo el techo -me dijo-.

Inspeccionó el cuarto de baño y comprobó que la intrusa bajaba por el conducto de ventilación y salía por un agujero que había tras el bidé.

-Has notado si te faltaba comida, trozos de comida quiero decir.

Una sucesión de imágenes con trocitos de pan, galletas incompletas, comida fuera del plato pasaba rauda por mi cabeza mientras mi compañero enumeraba una aterradora lista de enfermedades, incluida la peste bubónica, transmitidas por roedores.

-Ahora es la época de cría por eso habrás notado mayor actividad. Vete de aquí -concluyó-.

Le dije que sí, pero cuando me tranquilicé cambié de idea; había aguantado todo el invierno precisamente para disfrutar de la primavera en la terraza desde la que había asistido al deshielo de las montañas y no quería perderme cómo el verde tardío teñía, tramo a tramo, el espléndido paisaje. Hablaría con el dueño y le expondría la situación, le diría que la rata o yo... y la eligió a Ella.

Terminé el curso en un piso microscópico con vistas a la gasolinera y haciéndome promesas de que a partir de ahora intentaría ser más cigarra que hormiga, eso sí, dormía del tirón arrullada por el sonido de los coches que circulaban por una carretera cercana.




"El Yelmo" desde mi terraza serrana.