jueves, 31 de marzo de 2011

Tareas

Cada mañana cruzo la ciudad de oeste a este; tres mil novecientos pasos me separan del trabajo y durante el trayecto descubro la llegada de la primavera sin el regocijo habitual, a través de un sol perpendicular a los ojos que resulta molesto, casi me irrita al hacerme tomar consciencia de la velocidad con la que se suceden los años; éste en concreto lo hubiera estirado hasta el límite de su resistencia.

Recuerdo que la primavera pasada me impuse una serie de tareas después de un invierno especialmente duro, en el que no recuerdo si hizo frío o nevó: decidí que debía de hacer más cosas, aunque enseguida me dí cuenta que esta tarea era difícil de llevar a cabo y la cambié por "hacer otras cosas". También me propuse dejar de lamentarme, mientras lo haces tu pesar te acompaña, te ocupa, te entorpece y estás perdiendo el tiempo que dedicarías a buscar una solución o en su defecto, a disfrutar de un momento agradable.

La tercera tarea tenía como objetivo volver a mirar; a veces lo que nos rodea, además de conformar nuestra realidad, es un tesoro enterrado en la arena de la desidia y terminamos por hacer la misma cosa porque miramos siempre del mismo modo.

Tengo que decir que casi lo consigo aunque en las últimas semanas observo como mi objetivo se aleja arrastrado por una especie de fuerza centrípeta que nos precipita irremediablemente al lugar común de la costumbre, así que debo plantearme de nuevo la tarea de mirar como lo haría, por ejemplo, un pintor. En pocos días la traslación terrestre hará que el sol que ahora me deslumbra ascienda unos grados e ilumine el camino conocido ofreciendo una nueva oportunidad para ver y redescubrir el color de los objetos cotidianos, la larga y tenue sombra de los árboles de la mañana, el sueño en la cara de un niño que va a la escuela, la baldosa del suelo sucia de pasos, presurosos o lentos, decididos o inciertos, como los míos.





"Antonio López pinta la Puerta del Sol", Pablo Ballester.




sábado, 5 de marzo de 2011

Impresiones de viaje I: Monasterio de Poblet.


"Los monjes blancos, en vez de aspirar a hacer una síntesis entre la realidad terrenal y la realidad de la fe, optaron decididamente por abandonar el mundo. Sin embargo, como eran mortales, tuvieron que llevarse algo de este mundo. Reducir este algo, convertirlo en casi nada, y después desprenderse de él para darse a Dios, he aquí lo que ellos querían. ¿Cuántos, de entre ellos, lo consiguieron? De esta voluntad heroica nació su arquitectura, una de las más extraordinarias que el mundo haya conocido."

Fréderic Van Der Meer, (Atlas de l’Ordre Cistercien)


En uno de mis viajes con Utopazzo visitamos la provincia de Tarragona dispuestos a conocer el monasterio de Poblet, magnífica obra cisterciense que siglos después sigue cumpliendo con su cometido; elevar la espiritualidad que todo ser humano posee. Alejados de los estímulos externos, terrenales, toda percepción se circunscribe a la perfecta unión de arte y naturaleza; los monjes en su objetivo de llegar a lo más alto en su perfección espiritual hicieron un trabajo excelente, rodearse de belleza, pero de una belleza esquiva y aislada de la parte del mundo en la que se asienta, convirtiéndose de esta manera en el hermoso reflejo de una imagen en el espejo.

En el preciso instante en que traspasas las puertas del monasterio notas como el tiempo se ralentiza, aumentando la capacidad de percepción de todo cuanto te rodea: mientras escuchas el eficiente monólogo de la guía turística que nos acompaña, los sentidos, expandidos, van recibiendo otro tipo de información; el olor a madera en el refectorio o a papel antiguo y polvoriento de la biblioteca, la potente luz de julio intentando colarse por los ventanales siendo rápidamente neutralizada por la oscuridad del interior, los cambios de temperatura en el paso de una estancia a otra hasta llegar al calor del mediodía en el impresionante claustro, suavizado por el murmullo fresco del agua del lavatorio...

Terminada la visita vuelves a pisar tierra al ritmo marcado por otras sensaciones más elementales recordándonos, siempre alerta, que ya es hora de comer. Buscamos un lugar adecuado en el pueblo en fiestas, desierto a esas horas, preparándose en su descanso para la gran noche. Entramos en un restaurante pequeño y acogedor pese a estar vacío y elegimos mesa; descubrí entonces que sus paredes estaban decoradas con láminas del fotógrafo Enri Cartier- Bresson y en cada una de aquellas fotografías encontré, precisamente, lo que no tenía cabida en el monasterio: instantes llenos de vida, de belleza sublime a la vez que imperfecta, momentos que muestran toda la dimensión del alma humana inmortalizados en unas décimas de segundo, como expresara el propio fotógrafo: "Mi mirada deambulaba por la vida, permanentemente".

Mientras conversábamos y dábamos cuenta de una deliciosa comida, la mirada divertida y satisfecha del chico de la "Rue Moffetard" nos acompañaba en la mesa.



"Rue Moffetard".Cartier-Bresson (1954)