domingo, 26 de septiembre de 2010

Retorno a la luz interior

Salgo de casa con prisa, pensando en la larga lista de cosas que tengo que hacer esta tarde. Trato de memorizarla en el ascensor pero mi hijo me interrumpe constantemente:
-¿Mamá, a dónde vamos?
-A comprar y... a dar un paseillo - improviso.
Sigo memorizando mientras salimos a la calle, pero mi hijo nunca se rinde y espera más, mucho más. A ratos me desespera pero lo comprendo; mis planes no concuerdan con sus deseos.
-¿Mamá, a dónde vamos?
-A comprar...
-¿Y después?
Siempre después, incluso cuando se está divirtiendo pregunta qué sucederá después, sabiendo que los momentos preciosos no son eternos. Me doy cuenta de que no disfruta plenamente el momento porque piensa que tarde o temprano acabará y necesita buscar un sustituto que le evite el dolorcillo de la fustración. Es algo que debería corregir si supiera cómo hacerlo.
-Si terminamos pronto te llevo al parque.
La luz de la ciudad ha cambiado cuando salimos del supermercado, comienzan a iluminarse las primeras farolas y la prisa de los transeúntes se hace más evidente. No hemos terminado pronto pero vuelo hacia el parque cargada con varias bolsas y arrepentida de mi promesa.
Por fin llegamos y miro a mi alrrededor, perpleja. El parque está vacío; de repente se ha convertido en un lugar oscuro, melancólico, irreal. Las farolas irradian una luz triste y pobre, que no alcanza a alumbrar los rincones habitados por risas en otros días. Me doy cuenta del paso del tiempo, ajeno a nuestros intereses. Es el otoño, que me sorprende en mi desconcierto e incluso se atreve a tocar mi hombro para mostrarme el ligero crujido que acompaña al remolino de hojas secas, colillas y bolsas de plástico. Sabía que estábamos en otoño pero aún no lo había percibido, tan acostumbrados como estamos a que se sucedan las estaciones, huérfanas de sensaciones, en nuestra rutina diaria al otro lado de la naturaleza. Entonces noto en mi mano la presión de la mano de mi hijo que observa lo que yo observo y siente lo que yo siento, aunque no le ponga tantas palabras.
Ninguno de los dos hablamos pero decidimos que ha llegado la hora de volver a casa. Caminamos pensativos mientras sentimos cómo el frío quiere darnos alcance y sonrío al recordar el calor derrochado a raudales durante el verano, como si nunca más nos fuera a hacer falta. Solemos malgastar con una facilidad intolerable todo lo que aparentemente cuesta poco, o nada...el calor, el agua, las palabras...
En cuanto llegamos a casa me asomo a la ventana y veo las primeras señales de otoño, hasta ahora no descubiertas. Mi hijo juega confiado, aunque dudo que haya podido desprenderse de lo vivido hace unos momentos. La lamparita encendida me reconforta y comprendo que de nuevo llegó el momento de mirar hacia adentro, de mirar hacia la luz interior interior.




viernes, 17 de septiembre de 2010

Subterfugio III: La ciudad

"Torres Blancas". Antonio López

"Cada ciudad puede ser otra
cuando el amor la transfigura,
cada ciudad puede ser tantas
como amorosos la recorren."

Mario Benedetti

Siempre quise vivir en una ciudad, en una gran ciudad. Las grandes ciudades son capaces de provocarme los sentimientos más encontrados en la mínima fracción de tiempo en que un semáforo pasa al rojo o se desvanece el sonido de una sirena.
La ciudad tiene la facultad de ajustarme unos grados a ese concepto tan difuso y necesariamente subjetivo que todos tenemos de nosotros mismos. Me siento más yo, más libre, más sola o más acompañada, más interesante o más estúpida. Me gusta observar a la gente; de pequeña era una experta observadora pasiva de una realidad que no me pertenecía. Ahora practico este ejercicio sólo de vez en cuando y no hay mejor lugar para hacerlo como en una avenida rodeada de una multitud desconocida: observar rostros, poder reconocerte en la mirada infinita de un segundo de alguien que sabes que es como tú, y que seguirá avanzando en sentido contrario hasta desparecer en una neblina gris de humo. En otros momentos puedes deslizarte al lado de gente que no te ve, para quién eres transparente y que hacen cuestionarte si verdaderamente existes. No les culpo porque yo, a veces, he chocado con un lugar que parecía ocupado por aire y del que salía una voz que me increpaba o me pedía disculpas.
El sonido de la ciudad es especial y complejo, a ras de suelo sólo percibes ruidos infames, insoportables, pero si prestas la atención suficiente sientes como ascienden, transformandose arriba, justo donde terminan los edificios más altos, en una sinfonía reconfortante que nos es devuelta.
La luz como suma de infinitas luces es uno de los mayores atractivos que tienen las grandes ciudades; la hora del crepúsculo tiñe el cielo de un matiz eléctrico que se refleja en la riada de luces blancas y rojas de los faros de los coches, dando la sensación de un cuadro impresionista, puntillista o fauvista, según las experiencias del ojo que lo percibe. La ciudad es una maestra del claroscuro, utiliza la pincelada de forma excesiva para cegarte con la luz y el lujo de un escaparate para después pasar al callejón más negro, donde apenas percibes la silueta de una sombra sentada en el suelo que apenas te ve, ya que sólo dirige su mirada al movimiento casual de los dedos de tu mano, esperando que dejen alguna moneda en su cajita de cartón sucia.
Una ciudad puede ser un pretexto para observar sin ser visto, como cuando tenía siete u ocho años y miraba descaradamente la vida de los demás, a través de las ventanas de persianas alzadas y luces encendidas pensando que la hierba del vecino siempre era la más verde.
Ahora existen multitud de ventanas para ver y para ser vistos... yo, por si alguien insatisfecho con su particular percepción de la realidad lo necesitara alguna vez, suelo dejar la ventana del salón abierta y una cálida luz encendida.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Cómo acabar de una vez por todas con la cultura

El interés por lo bello desde todas las perspectivas posibles forma parte de la naturaleza humana. Los bebés, desde muy pequeños muestran preferencia por rostros y objetos bellos; eligen piezas musicales clásicas y disfrutan con ellas. Tienen una enorme capacidad de expresión que observamos a través de sus dibujos, construcciones, movimientos corporales y que se hace aún más evidente cuando comienzan a utilizar el lenguaje. Desde todos sus sentidos nos demandan estímulos para disfrutar con lo que los adultos denominamos cultura. Sin embargo, con el paso de los años este interés se va diluyendo, y lo que podía haberse convertido en una capacidad para el arte termina en un mero interés, y ésto en el mejor de los casos, poquísimos casos.
Desde la enseñanza en las escuelas y en los hogares se ve que nos hemos propuesto acabar con la cultura (me sirvo del oportuno título de un libro de Woody Allen). Las nociones artísticas de los planes educativos son lamentables, en los que está claro que uno de los principales objetivos es cercenar la creatividad y la imaginación de nuestros niños. Las clases de plástica o música, salvo excepciones, solo sirven para reproducir modelos, no para descubrirlos, crearlos, amarlos u odiarlos... y sentirlos, por supuesto.
Dado el fracaso educativo y de valores de nuestra sociedad y que asumimos con una naturalidad escandalosa, más nos valdría dejar a un lado tantos contenidos, materias, refuerzos, clases particulares y complementarias y probar con una enseñanza que nos acercara más a la naturaleza y a la expresión de nuestros sentimientos. Seguro que nos llevábamos una sorpresa. Tampoco se perdería tanto; cada curso terminan su enseñanza obligatoria riadas de alumnos semianalfabetos y desde luego, sin ninguna sensibilidad artística.
Otra manera de acabar con la cultura es intentar eliminar de un plumazo a toda una generación de artistas y creadores. Me refiero a la Generación del 27, perseguidos, exiliados, muertos de tristeza e injusticia, maltrechos por la enfermedad y asesinados de forma indigna, cruel y cobarde.
Soy maestra, y en cada una de las clases por las que he pasado construyo una especie de "altarillo" dedicado a ésta y a otras generaciones que nos han dado lo mejor que podamos recibir: la capacidad de alimentar nuestro pensamiento y nuestra alma, disfrutando plenamente con ello. Lorca siempre está presente rodeado de color, dibujos y flores pintadas por niños. Es una especie de protesta muda que reivindica que así no se puede acabar con una persona, con un poeta.


La Argentinita y Federico García Lorca, al piano.